Rara vez se habla del amor cuando hablamos de vida laboral, trabajo, resultados, etc. Sin embargo, los conceptos modernos de la relación productividad / satisfacción nos invitan a hacer lo que amamos. Está bien. Y no siempre es posible; sobre todo en nuestros primeros años laborales en que no sabemos muy bien lo que queremos. Así, nos parece bien nuestro primer trabajo, bajo la idea de que es primordial tener plata para aportar a nuestra casa familiar o empezar a darnos gustos personales sin acudir a nuestros padres.
¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que lo que estamos haciendo no nos satisface? o ¿cuando decidimos revisar nuestra noción de éxito y notamos que nuestro quehacer no nos llevará allá?
La primera solución que apropié, fue la frase “no hay que hacer lo que se quiere sino querer lo que se hace”. Luce difícil cuando has sentido que de verdad no te gusta lo que haces. Sin embargo, pensar así requiere reconocer que casi nada en la vida es blanco o negro. Y encontrar en lo que hacemos los matices de lo que sí nos gusta, es un proceso de reflexión y agradecimiento con aquello que nos aporta nuestro trabajo y el sentido que nos da aportar a él.
Luego viene la inquietud: ¿y qué es lo que amo? Amo alguna clase de servicio que presto a otros. Amo el reto. Amo aprender. Amo integrar equipos de trabajo. Amo servir como líder ayudando a que consigan sus metas profesionales. Amo… amo… amo… cada uno de nosotros tiene que buscar sus propias respuestas. Hoy lo digo así, pero otra manera es sentarnos a preguntarnos y elaborar sobre nuestro propósito, la brújula que determina nuestro camino.
Definir el propósito…. algo que parece lejano, es definir el horizonte que me permite tomar decisiones. Cada decisión que yo tome es un ladrillo o un escalón que me acerca a mi propósito. Y de manera equivalente, responder muchas veces a la pregunta ¿qué amo? es definir cada ladrillo. Son dos maneras de ver el destino y el camino.
El amor a lo que hago, consiste en vivir involucrada y disfrutar de las actividades, con la pasión que hace que el tiempo pase volando y las termine sintiéndome plena porque logré, porque aprendí, porque enseñé, porque descubrí un escalón o puse un peldaño.
El amor a nosotros mismos en la vida laboral está en invertir tiempo en todo aquello que nos nutre de conocimiento para hacer mejor nuestro trabajo, las labores que hacemos para conseguir nuestros resultados, escalar a donde queremos y lograr el reconocimiento.
El amor al prójimo, en congregar, estimular la participación, ayudar a crecer, solidarizarnos con un problema y ayudar a resolverlo. Consiste en servir al cliente, establecer acuerdos claros y cumplibles, responsabilizarnos por nuestra parte y hacer exigible (de buena manera) la porción del otro. Agradecer a quienes nos rodean por lo que nos dan y nos enseñan.
Muchas de las veces en que no logramos algo, se pierde un proyecto, un cliente se queja, la disciplina de evaluar objetivamente lo que sucedió, nos llevará a la conclusión de que algo se hizo sin uno de estos tres amores.
Y si el amor es una capacidad humana, ¿qué puede hacer que yo falle al amor ejerciendo un liderazgo pobre, conduciéndome al error por descuido o a la falta de resultado por desinterés?
El miedo al amor puede provenir de creer que el amor es una fantasía inalcanzable, de la que sólo se habla en el entorno de nuestro ritual religioso, cualquiera sea la religión que profesemos. Puede provenir de sensaciones de insuficiencia en comparación con el entorno, creyendo que no por hacer lo mejor vamos a cambiarlo o lograr que las personas se adhieran a nuestra visión, proyectos y disciplinas. Y también del miedo a servir a los demás y ser tomados como tontos cuando escuchamos, ayudamos, recibimos retroalimentación con humildad, etc.. Es como si en un mundo demandante de resultados sin pensar en los efectos colaterales, ser aceptados y encajar en el tren cotidiano que ya conocemos, guiara nuestros actos por encima del espíritu de cultura, equipo y largo plazo que solamente se debate en escenarios programados para ello (la reunión de planeación estratégica, el taller que el área de talento humano pidió o la sesión semanal de nuestro ritual espiritual).
Indiscutiblemente tiene raíces en los otros miedos que hemos expuesto en esta serie.
Y para no repetirme sobre los artículos anteriores, sólo me queda recomendar la aplicación de una máxima que rezábamos en mi colegio católico (no exclusiva del catolicismo, por supuesto). “No estaré en el mundo, sino una sola vez. Todo el bien que pueda hacer lo haré, porque esta oportunidad no volverá a llegar”. Aplica para cada minuto de nuestras vidas, encontrando y poniendo los ladrillos que nos conducirán al propósito.
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